viernes, 23 de febrero de 2024

 


     La casa de los encuentros

Si algo dibuja en mi mente la casa de La Lagunita es mi tío Gustavo, echado en su sillón, escuchando ópera y leyendo algún libro de su enorme biblioteca.

Ahí vivió mi abuelo sus últimos años, y ahí nos dábamos cita todos sus descendientes, para escucharlo, para disfrutar de su incalculable jovialidad.

Por ello, dedico estas pocas palabras a esas dos personas tan importantes en esta, mi querida familia: Gustavo Planchart Manrique y Vaivén Pocaterra.  

 

Solo escombros, recuerdos que, como la ruinas, evocan días pasados, yacen en esa calle de La Lagunita aquella cita con las querencias. Días mejores, sin lugar a dudas, aquellos en los que nos reuníamos todos alrededor de Vaivén o como lo llamábamos sus nietos, papapapa.

     No era su casa. Mi abuelo nunca fue un hombre adinerado, aunque sí inmensamente afortunado. Su riqueza estaba en las carcajadas de sus nietos, en el afecto de sus hijos, en su debilidad por aquellos bisnietos que llegó a conocer. Su principal herencia no fueron los caudales ni los bienes, sino el recuerdo vivo de un hombre que nunca renunció a vivir. Cuando su esposa por más de cincuenta años ya no podía manejar su propia casa por culpa de una artritis deformante y el peso de los años en su cuerpo, se mudó a la de su hija mayor, mi tía Inés, y de su esposo, mi tío Gustavo, alguien particularmente admirado por quienes le conocimos cercanamente. No lo dudo, un faro en la vida de muchos.  

     Los domingos, cita regular de hijos, nietos y bisnietos, de hijos y nietos adquiridos, e incluso, los prestados, que de tiempo en tiempo llegaban de la mano de los nietos mayores, unos se arremolinaban en el cuarto de mi tío, para ver la champion league, algún juego de la MBL o la final de US Open. Otros chismeaban trivialidades en el amplio salón de la casa. A veces, nos hechizaban las anécdotas, ciertamente aderezadas, que Vaivén relataba en el estar, ahí donde regularmente cada Navidad mi tía colocaba un pesebre cada vez más grande. Debo decirlo, fue él, testigo de primera mano de una nación que ya duerme en el olvido, de una nación que ha ido borrándose para ser reemplazada por otra.

     Hasta una treintena de personas podían congregarse en esa casa un domingo cualquiera. Mi tía Inés, mucho más que mi tío, suerte de ermitaño más dado a sumergirse en las profundidades de algún buen libro, disfrutaba aquel festín de chistes, carcajadas, de cuentos y fábulas. Mi tía se regodeaba en ese banquete de recuerdos, los de una familia fortalecida a la sombra de ese gran árbol que siempre fue nuestro papapapa. En ocasiones, por la tarde, en ese día para hacer las tareas diplomáticas, tocaban a la puerta Jorge, primo de mi tía Inés, o un sobrino de mi tío, Kenny, un gringo venezolanizado por sus genes maternos, a quien, sin serlo realmente, yo también lo considero mi primo. 

     No solo Pedro, hijo de mi tía Inés y mi tío Gustavo, último de ellos en casarse, sino Gerardo, mi primo, y yo mismo celebramos nuestras bodas en esa casa. Y ahí se celebraron los cincuenta años de matrimonio de mis tíos, los ochenta años de Carmen Cecilia y ya olvidé cuantos bautizos. En esa casa se casó por lo civil mi hermana Pili con su esposo, Eduardo. Hoy, ella participa de ese encuentro dominical con las que ya han partido a ese otro mundo, al que, tarde o temprano, todos estamos convidados.

     La casa ya no es el refugio de una familia deliciosamente bulliciosa. Sus columnas dieron lugar a uno de esos cajones tan de moda en estos tiempos revolucionarios. Vejada por los rateros, afeada por el abandono de quienes debimos avanzar en nuestras propias historias y por la irremediable fragmentación familiar en nuevos grupos alrededor de quienes como el nuestro, son ahora abuelos, tal vez conserve en sus cimientos la felicidad de una familia que, a pesar de muchas pruebas y dificultades, de días dolorosos, se ha mantenido firme en ese propósito de amarse, de ser feliz.   

 


jueves, 5 de septiembre de 2019

Confieso que no había sufrido


       
A todos a los que directa o indirectamente cito en este texto, y muy especialmente a quien ha recorrido a mi lado más de veinticinco años, Ivette
      En la década de los ’80, principiaba mi adultez. Lo sé, entonces la mayoridad solo se alcanzaba a los veintiuno, como les ocurrió a mis hermanos mayores, Pili y Enrique. Sin embargo, pese a mi capitis deminutio, me hice adulto en septiembre de 1981. Nací el mismo año en el que Raúl Leoni ganaba las elecciones, que fue el mismo en el que Lee Harvey Oswald asesinara a John F. Kennedy, trigésimo quinto presidente estadounidense. Para ser precisos, vine a este mundo el 13 de octubre, un día después de haberse celebrado el 471° aniversario de lo que aún se conocía en esos años como el Descubrimiento de América y no por ese remoquete cursi, propio de los comunistas (como diría mi tío Luis Ramos Sucre, y sí, por si lo preguntan, hermano del poeta) y los majaderos políticamente correctos, tan ajeno a la realidad: «el encuentro».  
      En julio de 1981 me gradué de bachiller en ciencias, cosa que, tanto como hoy, no servía para mucho, salvo tener acceso a la educación superior en alguna de las más de cuarenta universidades y más de un centenar de colegios tecnológicos creados después de derrocamiento de la penúltima dictadura militar en Venezuela. Sí, la penúltima. Ese mismo día se casó mi prima María Luisa y por ello, mi abuelo materno, Vaivén, no pudo asistir al acto. Huérfano de padre como soy desde muy niño – cinco meses de edad –, él cumplió el rol de figura paterna. No obstante, jamás faltó a las bodas de sus nietas, y, por ser como fue, la Providencia lo premió, o eso, por lo menos, deseo creer. Todas contrajeron matrimonio antes de su muerte, días después del Caracazo.
      Muchos de los compañeros del bachillerato aún siguen siendo compinches, sin importar que sean parte de la diáspora venezolana y vivan en lugares tan remotos como Riad, Madrid, Lima o Wellington (Florida). Quizás fui torpe al no emularlos y quedarme en un país que ya no reconozco, un terreno baldío al que de paso, le cayó bachaco culón. Empecé a trabajar en septiembre, luego de pasarme un par de meses en casa de mis primos Gerardo y Alejandro en Valencia, hijos del hermano mayor de mi madre, mi tío Manolo. Trabajé como todero en la oficina de mi tío Luis Alberto, el hermano menor de mi abuelo, un caballero como ya no los hay, de quién aprendí esos gestos ahora en desuso, e incluso, desdeñados por una juventud malcriada y patana. Lo recuerdo, siempre erguido pese a su avanzada edad y siempre oloroso a ese perfume que creó la casa Guerlain para la casa imperial francesa y que comúnmente conocemos como «La Abejita». Con mi dinero pagué las entradas para ir con mi hermana Pili al concierto del grupo Queen en el Poliedro. No este, amputado por el SIDA en 1991, sino aquel que en la voz de Freddy Mercury inmortalizó Bohemian Rhapsody, Somebody to Love y We are the Champions. Las entradas costaron ciento veinticinco bolívares, unos 30 dólares. Tuve suerte, o tuvimos. Ella era más fanática que yo de la agrupación británica. Enzo Morera y la organización Parade se vieron forzados a cancelar los dos últimos conciertos por el duelo nacional decretado por el primer gobierno totalmente copeyano, tras la muerte del fundador de Acción Democrática y patriarca - ¿o un padrecito más? - de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt, el 28 de septiembre de 1981.
      Había ido a otros eventos en la olla de la Rinconada pero fue ese, el primero al que acudí como adulto, o eso siento, cuando menos. Al año siguiente, de un plumazo me fue otorgada la mayoría de edad. El presidente Luis Herrera Campins me la concedió al firmar el ejecútese de la reforma del Código Civil adelantada por la licenciada Mercedes Pulido de Briceño. Mi tío Gustavo, el esposo de mi tía Inés, abrió una botella de champaña para celebrarlo, luego de un almuerzo dominical en La Alborada, su casa en La Lagunita. Al fin de cuentas, mi hermano Alonso y mi prima Gaby, su hija menor y mi compañera en las piñatas, también adquirían la mayoría de edad de ese modo. Y a él le encantaban esos gestos.
      En febrero de 1983 viajé por primera vez al exterior. Mi madre, una viuda pensionada por el Ministerio de Fomento sin mayores recursos que su inmenso amor por nosotros, sus cuatro hijos, no podía regalarnos ese tipo de lujos. Pudo criarnos bien y debo decirlo, nunca pasé penurias ni mucho menos, hambre. Mi infancia fue feliz. Muy feliz. Viajé como adulto pues, y como adulto, viajé a la ciudad de Nueva York. El vuelo de Viasa salió retrasado. Un desperfecto en un generador o algo así. No lo recuerdo. Por eso, por poco no llego. Media hora después de aterrizar, cerraron el JFK. La Guardia y Newark ya lo estaban. Tarde cuatro horas desde el aeropuerto al hotel en el corazón de Manhattan. Con un sueldo de ochocientos bolívares, de los de antes, me alojé en el New York Hilton. Volví una década después, siendo el gerente legal de una multinacional y apenas si pude pagar un modesto hotel en la 47, si mal no recuerdo, entre séptima y octava.
En aquel primer viaje aprendí la diferencia entre la belleza y la espectacularidad. Supe lo que eran los besos salivosos de unas desnudistas en un bar de la calle 42, zona de tolerancia neoyorquina en esos años, y lo desagradable que es una borrachera con whisky, escocés y no ese brebaje de mal sabor, el bourbon. Conocí el frío y experimenté la tormenta del ’83, que cubrió con medio metro de nieve a Manhattan y buena parte de la costa este estadounidense, y a mi regreso, la que se desató en Venezuela ese febrero.
En octubre ingresé a la UCAB, mi alma máter. En sus jardines y aulas encontré nuevas amistades y nuevos amores, y, debo decirlo, tuve mi primer noviazgo serio, Cecilia. Sé que vivió en su país natal, Suecia, y que ahora regenta un hermosísimo hostal en el Camino de Santiago, en Galicia. Otros amigos también se han sumado al éxodo de venezolanos: Guadalupe, Gaby, Luis Manuel y Beatriz… Sé que hay más, muchos más. No los puedo nombrar a todos.
***
Con dinero en el bolsillo, empecé a vivir mi adultez. Salía de parranda cada viernes y cada sábado. El domingo, al cine o a tomar helados en Ruffus, para descansar el hígado. Iba a cenar a restaurantes. Las areperas eran solo el refugio, luego de beber y bailar, porque entonces, abrían 24 por 7. A McDonald’s también. Por la novedad. Y para saciar un pecado: el sundae de mantecado con doble topping de chocolate. Mis restaurantes preferidos eran La Buzzola en la calle Acueducto de Sabana Grande, Le Coq D’Or, en la calle Los Mangos de Las Delicias, detrás de Selemar, el Lee Hamilton en la avenida San Felipe y el Carrizo, en la Blandín. A ratos, la gastronomía dirigida de D’Emore Teresa en el Concresa. Bebía whisky doce años, Buchanan’s, mi preferido, o Johnny Walker, etiqueta negra.
Estaba de moda un local en el segundo piso de un edificio en Las Mercedes. Olvidé su nombre, pero ahí escuché una vez a pedro Castillo, tocar guitarra y cantar Love in the Seventh Wave, de Sting, y mil veces al grupo de Elisa Rego, ES-3. Ya la había escuchado en un tabuco por los lados de Chacaito, cerca de dos burdeles frecuentados por quinceañeros rebosantes de hormonas y de curiosidad por saber de qué murió la abuelita. Uno llevaba el nombre del edificio en el que se encontraba y el otro, el de la tienda de artículos deportivos en la planta de abajo. Jamás los visité. No sé si por miedo a contraer una enfermedad venérea y tener que contárselo a mi madre o por el asco reverencial que aún siento hacia los lupanares. Si no me engañan los recuerdos, el local se llamaba Julius y en su entarimado, Elisa Rego me adentró en la música de Mecano, una novedad para mí que desdeñaba el rock en español.
En esos años, le tomé el gusto al whisky, al vino y a los escargots bourguignonne. También a la cerveza y a los libros, a la fotografía y a este vicio, el de escribir.
Fui a los conciertos en el Poliedro de Queen y Van Halen. También el de Cindy Lauper, la banda canadiense Saga (en dos ocasiones), Joan Jett y Mecano, ¡y cuando todavía eran superstars! En el Teresa Carreño, escuché a Zubin Mehta dirigir la filarmónica de Nueva York y vi los musicales Evita y Jesucristo Superestrella. Durante aquellas fiestas que fueron para nosotros los Juegos Panamericanos de Caracas en el ’83, presencié la carrera en la que William Wuycke se cayó, y, en el complejo de piscinas del Naciones Unidas, disfruté de los magníficos clavados de Greg Louganis y Wendy Wylan. Me di el gusto de ver con mi hermano Alonso como la Fura dels Baus levantaba el telón en uno de los festivales de teatro de Caracas, en la plaza Brion de Chacaito, ¡y a las doce de la noche!
Para el ‘89, ya trabajaba en la Procuraduría General de República y, cuando aún era un orgullo trabajar en ese organismo, descubrí mi vocación por el derecho administrativo. En los pasillos feos del edificio, entre piso y piso, conocí a quien se casó conmigo y quien, a pesar de habernos divorciado, hoy sigue siendo mi mejor amiga: Ivette.
Debo confesarlo, los ’80 fueron mis propios locos años veinte, y es muy probable que también para los que como yo, iniciamos el resto de nuestras vidas a principios de esa década.
***
Vaya década esa. Compleja y superficial. Como tantos otros, escuché a Nena y a The Bangles, y como muchos, también me enamoré de Gabrielle Susanne Kerner y sus 99 globos rojos, y de Susanna Hoffs y su llama eterna. ¿Quién no? Me fasciné con los videoclips. Tuve mi Walkman y al subir por los lados de Sabas Nieves, escuchaba Thriller, de Michael Jackson y en las sombras del atardecer, correteando cerro abajo, veía los zombis danzando al compás del Rey del Pop. Me deleité con la belleza de Kim Basinger, mientras las muchachas deliraban por Mickey Rourke, el de «9 and Half Weeks», desde luego, y no ese garabato que ganó el Golden Globe por su excelente trabajo en «The Wrestler», o por Richard Gere, pavoneándose como un cadete de la aviación militar de Estados Unidos, en «An Officer and a Gentleman». Y me conmocioné, como tantos, con la explosión del transbordador espacial Challenger el 28 de enero de 1986.
En las fiestas, echábamos un pie al ritmo de Juan Luis Guerra y su 4:40, de Wilfrido Vargas, las Chicas del Can y de Sergio Vargas, que mutaba las baladas románticas en merengues dominicanos. Nos hartamos de ir a bailes con Los Melódicos, Porfi Jiménez y la decana de las orquestas venezolanas, La Billo’s Caracas Boys. A nadie se le ocurría omitir los tequeños u ofrecer «Caballito frenao» o Cacique, que quedaban para emborracharse encapillado con los amigos, cuando la quincena se acobardaba.
Nos enorgullecían los triunfos de Maritza Sayalero, Irene Sáez, Bárbara Palacios en el Miss Universo, y los de Pilín León y de Astrid Carolina Herrera en el Miss Mundo, como si eso fuera importante. Acudíamos puntualmente a la cita de ese show de mal gusto, el Miss Venezuela; y desde luego, a su réplica en la Radio Rochela, un espectáculo grotesco que invariablemente recurría a los actores más feos del elenco para vestirlos de mujer. Sin cable ni internet, veíamos las telenovelas locales, con Jeannette Rodríguez, María Alejandra Martín e Hilda Carrero. Los enlatados gringos, como «Moonlighting», «Murder She Wrote, Disnasty, V, Alf o Miami Vice. Con la compra de las teleseries brasileras por parte de Ricardo Tirado cuando dirigió el Canal 5, nos dejamos seducir por Lucelia Santos, Gloria Pires, Susana Vieira y la inolvidable Sonia Braga.
Nos quejábamos por sandeces y, sin darnos cuenta de ello, éramos felices y desdeñosos, leíamos en los teléfonos monederos la frase «golpe ya».
***
Quien fuera rector de la UCV, Edmundo Chirinos, en alguna ocasión (creo que fue una entrevista en Papel Literario, uno de los encartados dominicales de El Nacional) nos acusó de ser bobos. Nos enfurecimos. Sin embargo, indistintamente de sus vicios, de sus perversiones, los pecados que le llevaron a terminar preso por un crimen sórdido; no mentía el psiquiatra de voz engolada y tonos cursis: Sí fuimos una generación boba… o mejor dicho, embobada. 
Ignoro si la superficialidad a la que refiere Mario Vargas Llosa en su obra «La civilización del espectáculo» sea una enfermedad que emerge como una pandemia de vez en cuando. Si lo es, y así lo creo, a mi generación la infectó como el Sida a tantos en los ’80. Sin pudor, de todo hicimos un show, uno malo, barato y de mal gusto. Menospreciamos lo que teníamos con la impudicia de quien no ha ganado nada por esfuerzo propio. Seguramente asumimos que nuestra democracia era robusta y, apoltronados en un orden que nos fue regalado, dimos todo por sentado.
No lo voy a negar, sería mezquino. Hay entre nosotros personas competentes. Entre ellos, los profesionales que formándose en el exterior gracias al plan de becas Gran Mariscal de Ayacucho, regresaron al país luego de concluir sus estudios en la Sorbona o en MIT, porque los venezolanos no emigrábamos. Hoy por hoy, algunos dan clases en el exterior, o se han destacado en sus profesiones o artes. Sin embargo, nunca dejamos de ser meros técnicos, o tecnócratas. Entre nosotros no prosperaron estadistas de la talla de Rómulo Betancourt y Rafael Caldera. Ninguno sufrió torturas, como sí José Agustín Catalá o Américo Martín. Nunca nos apresaron por nuestras ideas políticas, como sí a Pompeyo Márquez y a Teodoro Petkoff. No nos casaron y asesinaron impunemente, como sí a Leonardo Ruiz Pineda y a Antonio Pinto Salinas. Ignoramos lo que significaban palabras tan sombrías como «Seguridad Nacional» ni silenciábamos nuestras voces, como sí las generaciones precedentes. No nos amedrentaban los seguranales, como sí a nuestros padres, o a nuestros abuelos, la sagrada de Gómez.
Nos marearon los tecnócratas, muchos de ellos militantes de las variadas  formas del izquierdismo, y olvidamos a los verdaderos pensadores de la magnitud de Arturo Uslar y Carlos Rangel. Estudiamos nuestras ciencias y artes, y sí, en ellas nos hicimos expertos. Sin  embargo, nos faltó la universalidad necesaria para superar al caudillo y quitarnos de encima la bota militar. Sencillamente nos achinchorramos en la comodidad que la renta petrolera nos compró.
 ***
Como casi todos mis compañeros del Santo Tomás de Aquino, ya he alcanzado el quinto piso de mi vida. He superado las cuatro décadas. He visto crecer a las nuevas camadas y como mis contemporáneos, voy dejando de ser el sándwich para tomar el testigo de quienes ya se van de este mundo, de esta vida. He sido testigo del nuevorriquismo del primer mandato de Carlos Andrés Pérez, la decadencia del statu quo en los ’90 y el avenimiento de esta desgracia sin propósito que es la revolución bolivariana.
Ayer, felices y desprolijos, creyendo que teníamos el mundo para nosotros, no imaginaba mi generación que hoy, cuando principiamos la vejez, tendríamos que hacer cola para comprar pan y leche, y que un dólar cueste lo que en bolívares que sí fueron fuertes alguna vez, fuese el presupuesto de un país. Tal vez sea este desatino lo que, como una quimio, nos cure la frivolidad febril que nos enfermó y nos hizo, y hace, delirar.
Hoy, inmersos en una crisis sin precedentes, nos aterramos. No comprendemos lo qué ocurre y con un oscuro pesimismo aguardamos el porvenir. Banalizados, dejamos de leer a Platón y a Jean Paul Sartre, a Jorge Luis Borges y a Gabriel García Márquez, a Mario Vargas Llosa y a Zygmunt Bauman. Elogiamos a Harry Potter y quisimos atribuirle a Batman y a Superman una profundidad inmerecida. Nos regodeamos en la frivolidad. Sin pudor, tiramos con los cachivaches el juicio, la crítica bien pensada. Nos emborrachamos con el discurso políticamente correcto, con frases manidas y un sinfín de lugares comunes. Nos embriagamos con la sandez. Hicimos del espectáculo un credo y de sus pendejadas, un orden canónico. Dejamos de pensar y repetimos hasta la saciedad las bobadas que en televisión les escuchábamos a quienes sin merecerlo, les endilgamos el remoquete de gurús. Pudimos ser diligentes, y lo fuimos, pero olvidamos como meditar. Domeñados por la cotidianidad y el dinero, así como horrorizados por lo que ocurre, no comprendemos que como crecen estas desgracias, igualmente cesan.
Ahora que la tragedia empantana nuestras casas, la realidad nos obliga a abandonar la zona de confort en la que nos atrincheramos por tanto tiempo. Nos corresponde vivir lo que otros latinoamericanos padecieron en los ’80 y ’90. Y como ellos, dejar el cuero en las calles, a ver si aprendemos de una vez por todas que la democracia jamás debe darse por sentada en estas tierras tropicales, y al decir de algunos, por eso caóticas.
Caracas, 2019.




miércoles, 1 de noviembre de 2017

Asi soy

Pared De Ladrillo, Cafe, CándidoMi mundo es virtual. Ocurre sobre todo en ese ámbito fantasmagórico que son las redes sociales. Aunque sí me arrancan un gesto alegre, no me desvelo por los likes de Facebook o los retuits de tuíter. Comento lo que acontece en este país enloquecido con amigos virtuales o aquellos con los que he compartido un espacio físico – un café, un aula de clases, una carrera o un noviazgo – y no me arrebato con discusiones estériles tratando de demostrar que tengo la razón. Hace tiempo ya que abandoné las discusiones porque en casi todas prevalecen los egos y se adormecen las ideas. Escribo porque eso hago. A veces elogio y otras critico. Soy un irreverente iconoclasta que se resiste a mugir como un rinoceronte en esta obra de Ionesco que es el mundo contemporáneo.
              Salgo escasamente. A un cumpleaños familiar o la boda de algún sobrino. A funerales, porque ya llegué a esa edad en la que se va recogiendo el testigo de los que se van. Desde mi castillo observo el festín de los fatuos y los desvergonzados. Y como tantos, también me enojo y vocifero. También me desespero por la superficialidad de quienes no tienen derecho a serlo, de quienes eligieron nadar en aguas profundas. Al fin de cuentas, soy humano… tengo emociones… ¡Claro que las tengo! Desde mi castillo solo puedo observar y cuando mucho, analizar. Eso hago… o eso intento.
              Leo noticias. Obvio las estupideces y las frases bonitas carentes de profundidad. Y a ratos me duele la espalda cuando alguna lectura me hechiza. Desdeño la tozudez para que no me irrite. Escribo lo que creo y sé bien que siempre puedo errar, y que he errado infinidad de veces. No respondo a majaderos. No me perturban los tercos que vociferan en mayúsculas, tratando de imponer su razonamiento. No creo en ídolos ni en deidades y estoy al tanto de que todos, aun los más sabios, también yerran. Que sus opiniones, tanto como las mías, no son verdaderas o falsas. Y lo confieso, a veces, quizás más de las que deseo; creo lo que quiero creer.
              No tengo posturas radicales. Me fastidian las posturas radicales. Soy lo que soy. Un señor imperfecto que amó de más. No explico mi buena – excelente – relación con mi exesposa. No confieso mis penas por las redes ni me lamento en los corredores del mundo virtual como las almas en pena por los de las viejas casonas del centro caraqueño. No hablo de mi vida personal porque a nadie le interesa… Creo que a muchos aburre y solo la comparto con viejos compinches. Solo la comparto con aquellos que saben escuchar a quien quiere desahogarse. No cuento mis cuitas porque en la mayoría hay una coprotagonista y la intimidad ajena se respeta. O eso me enseñó mi abuelo (los que me conocen están al tanto de mi orfandad paterna desde que tenía cinco meses). Quienes me han herido, lo saben… y eso basta. No espero disculpas, aunque de algunas damas que he conocido, me aliviarían mucho.
               Distinto de lo que creen tantos, no detesto el derecho. Tal vez solo su ejercicio. Es tedioso. Me ha sido útil para escribir con algo de lógica. No mucha. La que logro dibujar. Muchas veces no explico, ni siquiera lo intento. No doy respuestas que no tengo. Solo trato de generar inquietudes. No justifico mis ideas ni tampoco mi divorcio con ellas. Esas razones son  íntimas y como las cuitas amorosas, a nadie le interesan. Considero impertinente esa curiosidad. Incluso, ofensiva.
             Escribo porque amo hacerlo. Escribo de lo que me gusta: historias de ficción y esa otra ficción del mundo de hoy, el fenómeno político. Trato de hacerlo bien y no sé si lo logro. No me corresponde a mí decirlo. No me atañe a mí juzgarlo. Acepto la crítica. Pero como a casi todos, me afecta. Y aunque trato de esconderla en gestos amables o mohines, no siempre lo hago bien. De una actriz aprendí a amar, pero no el arte de actuar.
               Vivo preso en mi propio castillo. Salgo poco. Mi mundo es virtual. Rechazo el amor carnal virtual (que comparo con una revista porno particular, con los mismos fines de una Playboy con fotos de Erika Elienak o Pamela Anderson). Sin embargo, abrazo el diálogo respetuoso y pensado, gracias a esa virtud de la palabra escrita, que permite recogerlas o, cuando menos, volver sobre ellas. Me gustan las conversaciones inteligentes y por ello, humildes. Trato de escuchar y aunque parezca lo contrario, sí asumo la crítica. Trato de aprender cada día algo nuevo. En ese café inexistente por el que van pasando amigos de Gotemburgo, Ámsterdam o Riad, hablo de lo que ocurre en mi país y en este mundo, que es mío también. Critico lo que creo debo criticar y espero respuestas inteligentes que disientan de mí. Si algo he aprendido es que nadie tiene la razón y, de algún modo, todos la tenemos.

          Quisiera que mi mundo fuera más real y que los likes fuesen verdaderas caricias de una hermosa mujer o palmadas sobre el hombro de un amigo. Quisiera oler el perfume de las personas. Quisiera que los líderes fueran coherentes y que las ideas de tantos se amalgamaran en un crisol para construir algo nuevo, algo mejor. Quisiera que la jirafa del zoológico de Barquisimeto no hubiese muerto por la desidia de quienes debieron cuidarla y de quienes debieron gritar pidiendo auxilio. Quisiera tantas cosas pero poco puedo hacer encerrado en mi castillo. ¿O poco podemos hacer para sacar de sus castillos a quienes nos dirigen? 

martes, 1 de agosto de 2017

Lamentos


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Si pudiera leerlo, no lo he dudado un instante, sabrá de inmediato que en estas palabras, me acerco a su reflejo… para ti F

Libre es quien quiere ser libre
No hay cadenas que aten al alma
porque al alma trasciende al cuerpo
y en su viaje hasta la muerte  
nada ata al alma que quiere ser libre

Somos hijos de la muerte
porque como una madre
a todos nos ha de besar
Morir no quiero hoy
Al menos hoy, quiero vivir
Dejar en este campo una semilla
y que mañana digan que viví

Como las rosas que decaen
mi alma pierde su color
pero a otros entrego el perfume de mi ser
porque así sé que alcanzaré la eternidad

Como Lorca buscaba su duende
yo busco el mío en tus brazos
Morir en el rosal de tu cuerpo
que a veces espina y a veces perfuma
No es lo quiero, morir
Si es por querer
en tus brazos deseo alcanzar de nuevo el orgasmo
porque te vi una mañana de febrero
y me dejaste una tarde de mayo
Aún no sé tus razones
Me odiaste, me olvidaste
Y yo aún te sueño en las mañanas de febrero

No hay olor comparable al de la tierra mojada
El tuyo, tal vez sea aún más audible
Me invade como el tañido de las campanas
Como el cañón del soldado
Olerte es como respirar
Respiro tu olor y vuelvo a ser
Escucho tu aroma y te vuelvo a amar

Inmersa en el vagón
has de aparecer
Tus palabras han de caer
como flores sobre el jardín
para recordar que el otoño viene
y que no hay época mejor
que el otoño de tus años
El duende se esconde bajo la hojarasca
solo en otoño en la hojarasca cobriza
el duende puede esconderse
Busco bajo la hojarasca, que ahí, impregnada de tu olor,
Tú estás

Eres artista
y yo ni sé que soy
Como un tímido mocoso
mis palabras se atascan
Se atascan mis palabras
y no puedo decir lo que decir quiero
Puedo, acaso, suspirar
porque al verte sobre las tablas
tu arte ejecutar
se asoma el duende y me recuerda
que soy solo un tonto que por tu amor muere

Nadie muere de amor
Lo sé y aun así muero
Nadie vive de amor
Lo sé y aun así vivo por tu amor
Tu amor no llega
y yo, cada día muero otro tanto

Jamás he visto al pájaro compadecerse de sí mismo
Tú y yo, sí. Nos compadecemos. Nos quejamos.
Te vi… nos vimos
No nos dijimos hola y mucho menos te quiero
Me dolió.

Me dejaste una tarde de mayo
No lloré
No porque no quisiera
No lloré porque no pude
Creí que podía hacer el milagro
y en algún momento
hacerte volver
Cruel y despiadada
como solo las mujeres llegan a serlo
me olvidaste
Rogué, supliqué
No volviste
Entonces lloré como un niño
Pero con los años aprendí:
Para algunas cosas se necesitan dos
pero para otras basta la decisión de uno
Es triste
Es cruel

Cuántos años
No son tantos y si lo son
Te perdí y hoy lloro
Lloro porque te perdí
Hoy tu risa no existe
Sin tu risa mi vida es triste
Triste es mi vida hoy
Porque en tu risa alcancé el orgasmo
Si te amé entonces
Hoy te extraño
Como el hambre, tu ausencia me hiere
Saciarme de ti quisiera
hasta indigestarme
Porque si vomitar tengo
y de seguro lo haré
quiero que sea este amor que me envenena
Tu cuerpo me fue amputado
Lo extraño
Lo deseo
Añoro tu desnudez
tus exclamaciones de placer
tu piel trepidar
tu voz apagarse
aquietarse en un suspiro, un jadeo
un gemido que confiese tu placer
Te amé, y te amo
Te amo, y te amé
No sé cómo curarme de ti
O acaso, no quiero sanar
Quiero que la herida siga abierta
Que el dolor me hinque el alma
Solo así sé que contigo viví
Porque hoy no vivo
Sobrevivo

¿Y si volvemos a ser uno?
No sé si quieres
Ni sé si quiero

Porque de ser, otra cosa será

lunes, 10 de abril de 2017

Desazón

Resultado de imagen para grabados antiguos hombres atormentadosLas moscas lo acosan. El hedor a su alrededor no cesa. Enciende sahumerios para aminorar la fetidez. Las sombras lo intimidan. Espectros aparecen. Lo atormentan. Su día empezó mal. Va para peor. Mucho peor. Quiere huir. Sin embargo, los demonios no le dejan. Lo azuzan y, a veces, lo fustigan con látigos. Hieren su carne para que entienda. Para que acepte que él ya no es libre. Que el poder es su cárcel. Y como todo preso, como todo esclavo, siente la soledad como un cepo, que además lacera su piel hasta abrir llagas purulentas.
            Sus carceleros lo humillan. Se mofan de él. Y puede que, mirando la ciudad desde el ventanal de su palacio, desnudo, porque no hay ropajes que puedan cubrirlo; se vea tal cual es, deforme, contrahecho, como lo es también su alma. Como lo es el alma de quien se la vende al diablo. Tal vez llegue a llorar, y, acaso, a maldecir su suerte. Mientras, desde las tinieblas de la muerte, emergen voces para acusarlo, para imponerle, y ya no sabe cómo huir de esas palabras fantasmales.
            Sonríe porque es más fácil mentir. Reconoce en ese recoveco íntimo, donde no hay modo de engañar, que su infierno es suyo y que él lo compró. El lujo no mitiga las punzadas penetrantes del arpón ni las laceraciones profundas de la guadaña. Hinchado por el lujo, no logra saciar su hambre. Solo engulle, más por hábito que por deseo. Y a ratos, vomita sus miserias y en el alfombrado, deja a sus pies emplastos gusanosos. En su boca rezuma el sabor acre y en arcadas dolorosas, sus tripas intentan arrojar lo que pudre su alma.

            Deambula por los corredores de su palacio, arrastrando sus culpas, sus pecados; que pese a negarlos y negárselos, le aguijonean sin piedad ni descanso. Deambula por los cuartos abandonados de su palacio, y pese al boato que le envuelve, solo ve niños hambrientos que en la basura buscan comida. No, no domeña su mente a ese intenso vacío que le recuerdan quién es… o qué es. 

jueves, 23 de marzo de 2017

Todos a una

Resultado de imagen para grabado de licantropoAcuclillada sobre un periódico, mira y no ve. Sus ojos no expresan la candidez de quien no podría llamarse mujer. Su mirada busca culpables. Sus ojos acusan. Ella es víctima y victimaria. Ella es solo una niña a la que le robaron su niñez.
Nunca conoció algo diferente. Algo mejor. Su vida ha sido corta y sus desgracias, un largo rosario. Tiznado todo su cuerpo por el hollín callejero, aguarda su destino sobre periódicos viejos, plagado de relatos trágicos que para ella son cotidianos. Y al llegar la primavera, el destino la encontró tendida sobre esos periódicos como un perro realengo. Sus manos hincaron el puñal que los falsos le hincaron a ella con saña. Si ella mató para robar bagatelas a algún desventurado, a ella le despojaron su vida… y no la mataron.  
Sus greñas enmarañadas dejan ver el hedor de la calle. Un tufo a letrina sucia. La mugre maquilla el rostro de esta mujer que hasta ayer solo era una niña. Una niña que no jugó con muñecas. Una niña que tal vez tuvo por juego la lascivia conducta del padrastro de turno, que en la fragilidad de su cuerpo sació deseos atávicos. En sus ojos no hay lágrimas. Solo odio. Solo rencor. En sus ojos se ve el resentimiento que corroe su alma. Y su alma es hoy, solo el hueso agusanado que ruñen perros hambrientos.
Irá a un reformatorio. O peor, tal vez la encierren en una cárcel. Su saña contra quien sea amenaza. Y el miedo, libre es. Irá al infierno a pesar de su niñez. Y en el infierno no purgará penas… avivará su odio. Y si algún día sale, ya no será una niña y sí un demonio al qué temer.   
Ella es hechura del error, del fracaso, de la mentira. No ha conocido otra cosa que odio, rencor, resentimiento… patadas. Sin importarles, crían cuervos los falsos, mientras celebran su dicha en sus cómodas casonas. Ella en cambio, creció en las cloacas donde el ser humano defeca todas sus mefíticas miserias.  
Y si hoy me preguntan quién mató a quién, solo queda responder: Venezuela señor, todos a una.